sábado, 23 de marzo de 2013

Aparentemente


Escuché mi respiración en mis oídos. Era fuerte. Era trabajosa. Sonaba espantada.

Moví los ojos frenéticamente en todas direcciones, desesperada, aterrorizada. No había nada. Todo en negro. Sólo negro. ¿Me quedé ciega? ¿Estaba muerta? No, sólo rodeada de oscuridad, pero ¿era eso mejor?

Moví mis manos ante mí. No llegué a tocar nada. Mis dedos se cerraban desconsolados en el aire, sin poder asir algún objeto que me proporcionara algo de tranquilidad. De saber algo, de reconocer algo.

El corazón en el pecho me dolía... y no lo sentía. ¿Estaría latiendo muy aprisa? ¿No estaría latiendo? Me era un misterio. Sólo sabía que dolía. Y mis manos temblaban, temblaban mucho.

¿Cómo puede la ausencia de luz pesar? ¿La luz pesa? No, no lo hace. ¿Por qué la oscuridad sí? Ella me pesaba, me aplastaba, me asfixiaba. Me llevé una mano a la garganta, mi respiración se había congelado.

Ahora el silencio era atronador.

Ningún sonido. Ni mi palpitar, ni mi respirar, ni mis amortiguados intentos de gritar, ni mis movimientos... Incluso el silencio había callado. Bien pude haber estado en presencia de miles, millones, de desesperadas criaturas como yo. Pero el frío me lo dijo, el que se coló a mi cuerpo y se aferró de todo lugar posible.

Estaba sola. Incluso la oscuridad y el silencio parecieron abandonarme. Olvidada, y nada más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario