jueves, 28 de marzo de 2013

Atrapada


Me han atado las manos, los pies... Puedo verlos delante de mí. Inutilizables, pero ahí. Cuando halo siento las cuerdas que me restringen y me dañan. Intento no moverme, porque así la sensación de cautiverio no es tan abrumadora. No recuerdo cómo me dejé capturar, o si hice algo para luchar, para oponerme. No lo recuerdo...

El silencio es mi único acompañante. Él y mi respiración. A veces pareciera que no se soportan, y entonces uno intenta opacar al otro. No sé cuál de los dos me produce más ansiedad escuchar en el apogeo de sus gritos; sí, el silencio también me grita. No entiendo lo que dice, sus palabras me son extrañas, pero sé que me grita.

Lo más duro de todo, aún así, no es esto. No son las cuerdas, ni la inmovilidad a la que estoy sometida. Las peores cadenas son las que enlazan mi espíritu, restringen mi mente e inmovilizan mi voluntad para que el miedo haga conmigo lo que quiera. Os aseguro, no hay nada peor que ser entregada al miedo, a la incertidumbre y a la desesperación como una ofrenda, un sacrificio.

A veces cierro los ojos, cuando siento que el vacío en mi pecho se llena con pánico; no me gusta que se llene con pánico. Lo prefiero vacío. Sin embargo, he tenido suerte, porque en mi cautiverio aún soy capaz de decidir si quiero o no abrir los ojos, si extiendo o retriago mis dedos, si grito o me callo...

Otros no tienen tanta suerte. Los demás no tienen la libertad de la que gozo, aunque parezca que no gozo de ninguna.

No hay comentarios:

Publicar un comentario